El martes parió mi yegua un potro pequeño como un ratón, que además ni tan siquiera es bonito. Bajé a dar el pienso, lo vi, me decepcioné lo justo, comprobé su sexo, me aseguré de que había encontrado la ubre de la madre, le limpié el ombligo y me olvide de él.
Tres días después, mi monito sigue igual de pequeño, pero mucho más espabilado. Sus ganas de vivir y de demostrar ser algo digno de despertar atención me han producido una entrañable pena. Su vida está marcada, y a pesar de que hubo un tal Jappeloup, que siendo casi un poni, ganó unas olimpiadas, su vida, insisto, está marcada por su escasez de medios. Estoy siendo injusto en el trato con él. Lo sé, pero así será su vida si no tiene alguna virtud especial, además de precoz.
Tú nunca fuiste atractivo ¿verdad?. Recuerdo que empezaste a perder pronto cabello. Incluso antes de que desapareciera completamente el acné de tu cara ya tenías entradas. Tu nariz y orejas… digamos que están mal integradas en el resto. Eres bajo. Sí, ya lo se, yo no estoy mucho mejor. Por eso precisamente puedo imaginar cómo fueron esos años para ti.
A penas empiezas la vida y ya eres consciente de que tu físico no te ayudará. A pesar de ello, veo a mi adolescencia como un personaje entrañable, completamente distinto a mí, porque era mucho mejor que yo. Mi adolescente, si ciertamente era feote, por dentro era bello, y tenía muchas ganas de jugar bien la partida que llevaba entre manos. ¡Esperaba tanto del reparto! Como la mayoría, aprendió a besar con la almohada, dijo sus primeras frases bonitas al espejo, el mismo espejo en el que con sus Ray Ban entrenaba expresiones de chico interesante. Fumaba los primeros cigarrillos en un cuarto de baño, claro, pero la última calada la olvidaba en los pulmones para soltarla distraídamente cuando se cruzaba con una chica. Así era ella, mi adolescencia. Nada excepcional. Hablaba de lo que no sabía, callaba lo que sentía y deseaba lo que no conocía. Temeraria pero sincera. Temerosa pero curiosa.
Hoy veo en mi potro castaño, tan insignificante y sin embargo tan presumido, esta época de nuestra vida, en la que nos mirábamos en todos los escaparates de la calle mayor sin miedo a que nos asustara lo que veríamos. Hoy, te confieso, soy capaz de subir a un tercero por la escalera con tal de no entrevistarme con el espejo del ascensor.
Un día te despiertas abrazado a alguien que te quiere, y así, a golpes de abrazos y caricias, vas ganando seguridad y oficio. Puede que parezca que a partir de entonces todo fue mejor, pero en realidad, de ahí esta lágrima, lo que de verdad quisiera es levantarme mañana de madrugada para fugarme con mi hermano y mi primo a atrapar jilgueros a la sierra.
Fdo: Maurice