Tenía dieciséis años, era junio, terminaba el curso, recogía las notas y no hubo sorpresa, solamente aprobé dos asignaturas, Gimnasia y Religión.
Ahora lo podría atribuir elegantemente a que en aquella época solo pensaba en caballos, pero no es así, simplemente era vago y estúpido. Creía que me esperaba un verano más, preparando los exámenes de septiembre, a base de repasos tutelados a la hora de la siesta, libros a cuestas allá donde fuera…, ¿para qué te voy a contar?. Pero no fue así. Mis padres entendieron que en un veranito de estudio no se solucionaba un desastre fraguado a conciencia en nueve meses de internado. “Este verano vas a trabajar, repetirás curso” me anticiparon. Fui de aprendiz a una imprenta y fue allí donde conocí al señor Vila. Jaime Vila estaba jubilado y ejercía, por unos meses, como director suplente mientras el titular aprendía en Barcelona la técnica offset, que, en el sector de las artes gráficas, iba a reemplazar definitivamente a la tipografía.
Aquello, por la bondad de don Jaime, y por haberme librado de los libros por unos meses, en lugar de constituir algo traumático en mi vida se convirtió en una experiencia fascinante. El taller era muy pequeño, había poco trabajo, y del que debía hacerse yo no tenía ni idea, por lo que me pasaba las tardes charlando o, para ser más preciso, escuchando las historias que me contaba el señor Vila, mi jefe. Un día me dijo que había escrito un libro que consiguió estar entre los finalistas del Premio Nadal de Novela. Recuerdo que intentó explicar en varias ocasiones asuntos relacionados con su novela y las circunstancias que la inspiraron, pero yo la verdad es que prefería escuchar sus aventuras mundanas que hablar sobre literatura. Podría decirte, también aquí, que entonces solo me interesaban los caballos, pero la realidad es que era un estúpido.
Pasó el verano y entre nosotros, y a pesar de una diferencia de edad de más de cincuenta años, hubo sincera amistad, y por mi parte también, una admiración hacia alguien tan culto y bueno. No lo vi, en ninguna situación, enfadado o criticando a alguien. Era diabético de los de pincharse todos los días y, ni eso le parecía una maldición, solamente le preocupaba, recuerdo me decía, tener insulina preparada por si viene una guerra. Mi amigo, era pintor, músico, escritor, ingeniero hidráulico y empresario, y en cambio, era sencillo, raramente hablaba de sus éxitos y solo le había oído presumir cuando se refería a su Mini Cooper amarillo, o a su mujer Anita.
Hace pocas semanas, tuve una reacción espontánea, quería leer Sarcenit el libro que hace setenta años escribió mi amigo, y no voy a mezclar a Dios en esto, pero te doy mi palabra que no encuentro motivo lógico causal alguno.
Lo encontré con relativa facilidad en una web de antigüedades y tan pronto me llegó, lo he leído y lo que pensaba sería un tributo cariñoso al señor Vila, se ha convertido en una magnífica experiencia literaria y emotiva.
Una vez más es tarde amigo mío. Tengo ahora tanto que preguntar a mi querido profesor…, pero disculpo mi falta pensando en que aún no había descubierto entonces que los mejores suelen ser los más modestos.
Por cierto, ahora recuerdo, que un día, que íbamos a comprar vino a unas bodegas en las que él había trabajado como contable, paró su Morris ante un caserón solitario, en medio de campos de trigo y maíz, y me dijo: “En esta casa está inspirado mi libro. Esto es en realidad Sarcenit. No se lo cuentes a nadie. Es un secreto por el que muchos me han preguntado.”
Mañana le he prometido a mi chica que iremos a buscar esta casa, ella también se ha dejado hechizar por el misterio que la rodea.
Y te leo solo el final la dedicatoria que precede al primer capítulo de la novela, dedicada a Mademoiselle Jeannette H. Bartot:
“… Sarcenit no existe ya. Nada queda de él; ni una sola piedra. No obstante, en cualquier parte puedes encontrar una partícula de Sarcenit. Solo te bastará observar bien.”
Fdo: Maurice