La pasada semana moría un coronel de caballería. Soy amigo de su hijo, también coronel, también de caballería, y fui a darle mi apoyo durante el funeral.
No voy a contarte lo que ya imaginas. Condolencias… ley de vida… todas las lógicas y sinceras palabras que se escuchan en los entierros, que por no ser originales no son menos sentidas.
Lo que me llamó un poco la atención, aunque no me sorprendió, sinceramente te lo digo, fue el cura que ofició.
Un minuto antes de empezar la Misa preguntaba al primer banco, el de los hijos, “¿Cómo se llamaba su mujer?”. Me di cuenta entonces que el párroco no sabía nada sobre el Coronel. Lógico.
La plantilla de curas está bajo mínimos. Pronto no habrá, al menos en la iglesia católica, quien case, bautice, o entierre a sus feligreses, ya que en estos momentos el censo es de un cura por cada tres mil católicos, aproximadamente, y en caída. Sinceramente aún pensaba que eran menos, porque al no llevar la mayoría ni sotana ni alzacuellos, es difícil contabilizarlos.
Pero no te preocupes, porque me he enterado, también esta semana, y también a causa de una muerte en este caso por accidente de esquí, que existen unos oficiantes, u oradores laicos que se encargan de meter al muerto en el hoyo, y enviar el vivo al bollo. Casi un veinte por ciento de ceremonias son ya de carácter laico.
El contratado para hacer el discurso, charla un rato con la familia y amigos, le cuentan un par de anécdotas que utiliza para conseguir sonrisas y lágrimas. Bueno, no es que me ilusione especialmente el tema, pero ya sabes “adaptarse o morir”, o en este caso sería morir y adaptarse, a que no te entierren como Dios manda.
No sé si es frivolizar pedir precisamente a Dios que intervenga un poco más o la empresa se va a pique, y me temo que es algo más que una sensación mía.
Fdo: Maurice